Las orquillas de latón
(la mujer que soñaba ser cigüeña)
Vivió hace mucho una mujer muy viejita en una casa bajita y pequeña. Esta casa se encontraba situada en un pueblo chiquinín al fondo de un valle profundo y angosto, oscuro, donde apenas llegaba el sol unos pocos minutos al día.
Todos los días se levantaba muy temprano, cuando el día estaba aún dormido. Se sentaba siempre al borde de su cama, muy despacio con su camisón blanco apenas arrugado. Abría el cajoncito de su mesilla y sacaba su preciado peine de marfil.
Comenzaba a peinar su cabello muy despacito. Muy despacio. Su pelo era larguísimo y blanco. Un blanco no como el de la nieve, un blanco helado que cubre todo, que arranca silencioso la vida, sino como el de la ceniza de la chimenea, como el cielo antes de la lluvia, como la niebla… un blanco que es ya frío pero que vino del fuego. Después lo retorcía lentamente y lo arremolinaba con sus dedos flaquitos y feos hasta convertirlo en una pelotita detrás de su cabeza. Tomaba aquellas misteriosas orquillas de latón y las colocaba con precisión cirujana en los entresijos del moño. A continuación se levantaba y miraba a través de la ventana hacia arriba, como preguntándose cómo iba a ser el día, si llovería otra vez, si nevaría… Luego miraba hacia la derecha hacia la espadaña de la iglesia pequeña donde una cigüeña se había instalado hace mucho tiempo… Ella siempre quiso ser cigüeña y escapar de la niebla, del blanco helado… huir a otros lugares donde el sol apenas se oculta.
Al siguiente día se levantó muy pronto por la madrugá. Se sentó muy despacito en el borde de la cama, con el hermoso camisón blanco. Abrió el cajoncito de la mesilla, pero no encontró el peine. Arrejuntó el cabello con los dedos flaquitos y alargó la otra mano para tomar las orquillas de latón que ya no estaban sobre el mármol rosado de la mesilla. Cuando se asomó a la ventana miró hacia arriba, pero allí no había nada. Luego, al mirar a su izquierda, vio una viejita asomada a la ventana sujetando una pelotita por detrás de su cabeza. Sonrió.
Lo cuento porque yo lo ví todo, agazapado en el embozo de mi cama, medio helado y medio caliente, mientras mi abuela Ignacia peinaba su pelo blanco como las cenizas de la chimenea.
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