Hervé

24 de junio, lunes.

Hervé se levantó tarde. De un impulso saltó de la cama. Se acercó a la ventana mientras se estiraba despacio. Hacía un día magnífico. Se puso la ropa de casi siempre. Hervé solía usar la misma ropa durante muchos días seguidos. Se calzó y salió a la calle.

En el árbol de enfrente de su casa, los mirlos se agolpaban ruidosos.

Con las manos en los bolsillos, caminó hacia el río cercano. Rozó el agua con los dedos de una mano. Estaba muy fría. Siguiendo el cauce, llegó a un puente que no conocía. Hervé se pasaba los días y algunas de sus noches recorriendo ríos, caminando despacín con las manos en los bolsillos, manoseando las conchas y las piedrinas que iba recogiendo del suelo. De todos los suelos.

La vida de Hervé discurría tranquila buscando puentes.

Se asomó por la barandilla y miró hacia el agua. Tamborileaba los dedos sobre la piedra con cadencia de metrónomo loco. Con un solo gesto se encaramó sobre el borde y saltó, con los brazos un poco abiertos y los ojos muy cerrados, hacia el agua... Salió empapado a la orilla. Recogió una pequeña piedra verde con la intención de llevársela a alguien algún día. Llevó sus manos a los bolsillos. Respiró profundamente y comenzó a caminar tranquilo río abajo, hasta el siguiente puente,

chorreando agua y deseos imposibles.

En el pueblo todos pensaban que estaba loco. ¡Mira que pasarse el día tirándose al agua...! Unos decían que, de pequeño, quería ser un delfín, mientras que todos los niños de su edad querían ser bomberos, abogados, médicos... Otros pensaban que estaba intentando suicidarse sin éxito. La mayoría creía, además, que estaba tonto. Mira, ahí va Hervé empapado. Debe llevar todo el día saltando puentes... ¡pobrecito! Los niños preguntaban a sus padres si Hervé había sido siempre así. Cuando Hervé saltó por vez primera desde un puente -el puente del duque-, nadie lo vió.

Fue un secreto delicioso.

Hervé amaba la vida, nunca fue un suicida ni un temerario. Y Hervé, hasta cierto punto, siempre fué una persona normal. Perseguía un sueño del que solo conocía el rostro. Una ambición íntima y apasionada. Un imposible. Un deseo que atenazaba la garganta en ocasiones; un escalofrío muy lento. Un día subiría al puente que sería el último de los puentes.

Hervé no se tiraba desde los puentes por nada.

¿Por qué te tiras? le preguntó un día una muchacha. La miró despacio y le respondió en voz baja, como quien confiesa un gran secreto: por volar un instante. La muchacha sonrió dulce. Hervé sacó de su bolsillo una piedrina de color verde de su bolsillo y se la tendió a la chica. Ella sonrió agradecida y aceptó la piedra. ¡Gracias! y se alejó despacio, volviendo la cabeza un par de veces. Hervé tamborileaba los dedos sobre la piedra con cadencia de metrónomo loco. Con un solo gesto se encaramó sobre el borde y saltó, con los brazos un poco abiertos y los ojos muy cerrados,

hacia el cielo.

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