Mi trabajo consiste en pasar un buen número de horas
ahogando las metáforas que crecen en mi cabeza. Trabajo en una torre bastante
alta a la que se accede tras recorrer una escalera que contiene no menos de cien escalones. Es
metálica, sólidamente anclada al suelo y flexible como un junco. Por eso,
cuando sopla fuerte el viento –como hoy- podría confundirse con la cofa de
trinquete de un barco ballenero del diecinueve.
Vencido por esta primera metáfora me veo convertido en vigía
que busca en el horizonte columnas de agua cetácea o colas de cachalote
abofeteando el mar con estrépito en vez de columnas de humo en campos de cereal
o monte bajo. Cuando los descubro debo avisar inmediatamente al centro de mando
y al comunicarme con ellos por la emisora debo serenarme y tratar de no gritar
¡ allí resopla! ¡ allí resopla! ¡ dos cables a estribor! ¡ arriad los botes,
diablos!
Hay muchas horas en que no hay incendios ni ballenas, así
que me entretengo mirando los pájaros que pasan volando por las cercanías, los
cernícalos que fugazmente se posan en la barandilla de la torre y parecen
saludar reverenciando y abriendo las alas, jugando con el aire como los
delfines lo hacen, con destellos de cabriolas en el agua. A veces miro las
carreteras a lo lejos y cómo los coches, como un enorme banco de jureles,
serpentean brillando, metálicos, al unísono.
Me gusta cuando se levanta el norte fuerte, entonces planto
mi cara a barlovento cerrando los ojos. En verdad que el viento que olfateo me
sabe a mar y no a estos pinos; que el horizonte que sueño está lleno de crestas
de espuma y no de espigas. Esta singladura intermitente me permite pensar,
añorar, desear mares pasados y venideras calmas.
Abro los ojos, son las dieciséis treinta y cinco y sigo
encaramado al trinquete.
Así le engaño al tiempo. ¡ Orzad, orzad ahora…!
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